Me preparo para salir con 6 camellos blancos. Los observo pastando en el jardín de Lila. El día es espléndido. Los camellos me miran con sus desorbitados ojos y no dejan de jadearme en la cara. Me causa gracia y ternura.
Uno a uno los acaricio; ellos se agachan, de esta manera nos permiten subir a su altísimo lomo.
En un instante forcejeo con el moisés, me cuesta introducirlo entre las jorobas del animal. Con dos cuerdas que van y vienen por la panza aseguro el viaje de la beba. Desde el amanecer, ella continúa dormida
Otra de mis hijas no deja de tirarme de la pollera insistentemente. Teme que la dejemos. Subo a Andrea y con un beso muy ruidoso me despido de ella. La coloco a caballito del animal. Se queda tranquila mirando como ordenamos la salida.
Fernanda, la hija del medio, se alegra y juega entre las patas del camello. En punta de pies, con sus bracitos en alto, pide que la suba. Así lo hago. Está feliz, saluda ¡No sé a quién! Se despide ¡No sé de qué!
Mi amiga Maria Isabel está preparando los bolsos para acomodarlos en el camello más petiso de la manada. El color beige del pelo denota su extrema vejez. Sus largas pestañas blanquean la luz del lugar, así como el sol ilumina a la galaxia.
Los animales ya cargados con todas nosotras beben agua y se comen las últimas hojas de los ruibarbos. Los labios superiores divididos y movibles de estos mamíferos degluten las flores amarillas y verdes de las plantas.
Uno de ellos, con una mueca horrible en la boca, da un escupitajo, ahuyenta a los sapos de la laguna. A la huida de los mismos miro con placer como ondea el agua.
Nuevamente declinan su largo cuello para continuar con su alimentación. Nos miramos con María Isabel y sentimos vértigo. Seguimos aferradas a la joroba. Nos bambolean sus toscos movimientos. Ellos continúan con su pasividad, rumiando.
Olfatean el manantial de Huidoro. Pareciera que vamos a salir, dan la media vuelta y escucho una voz llamándome. Es Lila.
—Elisa, Elisa…a las niñas no les queda leche para la tarde...
Desde lejos le respondo.
—Bueno Lila, voy a conseguirles. ¿Me cuidás a las nenas?
—¡Síííí! —muy alegre responde ella.
Invito a Maria Isabel a que me acompañe. Comenzamos tranquilas a caminar por las calles del pueblo.
Apenas avanzamos me doy cuenta de que nos falta fluidez para caminar. La noche es muy oscura, sin estrellas y sin luna. Me doy vuelta y veo que el patio de entrada de la casa de Lila está envuelto en una iluminación increíble. Puedo reconocer hasta el mínimo detalle de cada silueta. Pienso ¿Qué extraño?
Llegamos con la leche al lugar. Los camellos y mis hijas no se encuentran en el patio de Lila.
Con desesperación comienzo a andar el camino desandado, el mismo que habíamos utilizado para ir a comprar la leche. Se nos suma un conocido, Juan Pedro, dueño de un boliche llamado “El Americano”. Recién había despachado a sus últimos clientes. El Señor andaba de ronda.
Llegamos a la Comisaría y nos atendió un señor peinado de costado, el pelo castaño claro, con una gruesa cicatriz en el pómulo izquierdo. Nos recibe, muy sonriente, en su despacho.
Llegado hace unos días al pueblo, se presenta y nos dice que es el nuevo comisario.
Le comentamos lo ocurrido, y el señor muy amable, se acerca y me abraza
—Señora, sus hijas se encuentran muy bien y la están esperando en casa. Vaya, allí están.
Sin consuelo le respondo
—No puede ser señor. ¿Cómo van a llegar hasta allí? Si la noche es muy oscura y hasta cuesta caminar por las calles y veredas desdibujadas.
Continúo con el diálogo
—Los camellos no están y mis hijas son muy chicas para darse cuenta de lo que tienen que hacer, temo lo peor señor, no volverlas a ver.
El comisario insistió varias veces, repitiendo la misma frase. Era tanta su seguridad que pensé que querría deshacerse de nosotros
Retomo el camino con mis amigos, a duras penas pudimos llegar hasta la puerta de mi casa. Introduzco la llave en la cerradura ¡Vaya sorpresa! A toda música, color, brillos, sonrisas, alegrías, el moisés y la beba se encuentran en el medio de la cocina, las otras dos hijas juegan alegremente con el comisario del pueblo. El señor Cendra.
—¿No le dije, señora? ¡Sus hijas están en resguardo…!