La última noche, de Marcela Redondo Moreno, participante del taller

{ viernes, 1 de octubre de 2010 }



“Cuando acabé de leer ese artículo por primera vez, dije para mis adentros: esta es la historia más horrible que he leído en la vida”.  Era de madrugada, hacía dos días que una gran tormenta no cesaba y yo sola en casa… ¡Maldición! Sería una larga noche.

Es que algo no encajaba. Cómo podría ser posible que si hacía casi ya un año que vivía en este departamento, no había encontrado esa nota antes. Sería entonces una sucesión de coincidencias.
 Probablemente había limpiado esa mesita unas doscientas veces, pero hoy con el punzante dolor que indujo la astilla en mi dedo gordo, no pude evitar darle un golpe que provocó la ruptura de uno de sus cajones, dejando al descubierto este macabro mensaje que había sido ocultado con precisión entre las dos gavetas principales.
Quizás debería llamar a la policía…

Haber leído las últimas palabras de esta persona, a segundos de su muerte, erizó todos los vellos de mi nuca. Me conmovía pensar en esa desesperada tarea de escribir lo primero que se les cruzara por la mente, antes de terminar con sus vidas.
El mensaje era poco legible y la hoja estaba en pésimas condiciones, se notaba que un mar de lágrimas había caído sobre la misma.

La densa tensión que se había creado en mi living fue salvajemente cortada por un imponente trueno. Con la torpeza que caracteriza al terror, corrí al teléfono para llamar a la policía pero… un frío sudor se deslizó por mi  frente al percatarme de que las líneas estaban cortadas. Presa del pánico caminé hacia la ventana para observar la tormenta que se acrecentaba ante mí.

Dediqué mi atención otra vez a la carta empapada entre mis húmedas manos.  La estiré con delicadeza y noté que la letra era todavía más borrosa, sólo algunas palabras eran legibles; miedo, final, dolor, muerte, y siempre te voy a amar Rebeca…
Finalmente me di cuenta de que esta carta tenía un destinatario y que posiblemente había sido escondida para que éste la encontrara.

No sé cuánto tiempo estuve sentada en el sofá, poseída por una gran cantidad de pensamientos y teorías que me llevaban a raras conclusiones de lo que podría haber ocurrido. ¿Por qué Sofía no había tratado de huir antes de que su madre la matara? ¿Se sentiría culpable por algo y creería que era justo? Quizás Rebeca, ahora sentada al lado de su abuela, no sospechaba que estaba junto a la asesina de su mamá.

La tenue luz del amanecer inundó mi sala y yo desperté del estado en el que estaba sumergida. La tormenta había cesado para dejar lugar a una fresca mañana.
Abrí las ventanas e inspiré con amargura y dolor la gentil brisa de ese nuevo día.

Sólo había algo que podría hacer. Descolgué el teléfono y percibí que otra vez tenía tono. Llamé a la inmobiliaria pidiendo información de la anterior inquilina, pero una impasible voz  me explicó que era confidencial.  Logré convencerla al comentarle que tenía algo que le pertenecía a Sofía. Al fin me concedió los datos, pero sin dejar de advertirme que tal vez no la encontraría, pues no habían recibido el departamento de parte de ella, sino de su preocupada madre indicando que su hija se había marchado en un viaje de negocios y que no regresaría en un buen tiempo.

¡Qué astuta fue esta mujer! Había llevado a cabo su plan sin que nadie sospechara. Debería llamar a  la policía; tenían que intervenir, ¿qué iba a poder hacer yo sola frente a una asesina?
Me sentía un poco más animada ocupándome de  que esta joven tuviera por fin justicia.
 Volví al teléfono pero esta vez me encontré con una voz más clara e imponente
—Policía, buenos días.
—Hola, necesito hablar con algún detective, encontré evidencias de un asesinato.
—Dígame su nombre y dirección, por favor.
—Belén Torres, y vivo en la calle 5 al 2100 —Sentí como si mi pecho se inflara, quizás por los nervios o el orgullo que esto ameritaba. 
—Muy bien, en aproximadamente una hora, dos detectives se acercarán a su domicilio.

Una hora, ideal para una ducha; estaba toda transpirada después de la agitada noche que había vivido. Y sin duda, me esperaba un largo día.

Limpié parte del espejo todavía empañado y observe mis ojeras, estaban muy pronunciadas.  Mientras las ocultaba con corrector, alguien llamó a la puerta. ¡Demonios!  Ya habían llegado. Me apresuré a vestirme gritando que no tardaría en atender.
 Corrí a la puerta y  miré con cierta dificultad por el visor: una señora que parecía tener una canasta, tal vez era esa nueva vecina que se había mudado.
Abrí espontáneamente y entendí que había sido un grave error.

(*) Paul Auster, en La noche del Oráculo