LA INSPIRACIÓN, ESA MUSA QUE HABITA EN NOSOTROS

{ sábado, 10 de julio de 2010 }

Sabido es que el concepto de inspiración poética se origina en la creencia que el artista es elevado a la divinidad, transportado a un estado de éxtasis, que aún sin talento, una fuerza sobrenatural actúa “dictándole” palabras, frases, versos… y –claro está- los mismos no son obra de su propia mente, sino del dios que se ha apropiado de su consciencia.


Así las musas y también algunos dioses eran invocados, a través de plegarias,  por los griegos primero y los romanos después, para acceder a ese estado de encantamiento donde, como a borbotones, surgirían las odas más exquisitas, o los versos más románticos.


Talento, formación, destreza, técnica, motivación… no estaban entonces en juego, y el inspirado, entregado a las musas –tal como si estuviera en proceso hipnótico- delegaba en esa fuerza sensorial el goce por sus hechos creativos.


La idea persiste hoy en día aún cuando seamos conscientes de que, a la hora de la producción literaria, devenimos en únicos responsables de lo que nuestras manos van grabando en la hoja. Ahora bien, veamos cuáles son los factores intervinientes  en esa expresión. Desde mi punto de vista, ninguno es tan importante como la sensibilidad: el sentir del hombre que entregado a las pasiones, sumido en el dolor, extenuado de amor o herido por la impotencia da rienda suelta a su imaginación y deja caer las palabras en boca de aquellos personajes que nacidos o no de su creación le ofrecen un alivio sumamente placentero, actuando a veces de manera catártica.


No es sólo la sensibilidad. Obran también el estado mental y el anímico haciendo que aquella motivación aparezca y logre que las palabras besen la hoja, la acaricien sin premura, canten al compás de una melodía o bien sean escupidas, o hasta vomitadas. En ese sentido el motor que posibilita crear es la emoción por la que se transite.


Hasta el momento pareciera, entonces, que cualquier ser humano estaría en condiciones de escribir literatura. Sin embargo la diferencia estará dada por su  talento: esa capacidad innata que le brinda a una persona, con mucho menos esfuerzo que otra, la  facilidad para desarrollar una determinada disciplina.


El talento será alimentado por las experiencias de vida, sean estas personales o colectivas. Se traten de las almacenadas en los primeros años, en los tiempos escolares, en los procesos de crecimiento y desarrollo o las que –con mucha mayor conciencia- vamos eligiendo a veces y en muchas otras,  nos enfrenta la vida.


La sociedad de la que el escritor forma parte en el tiempo que le ha sido dada la existencia,  y el espacio geográfico que habita (o donde ha pasado gran parte de la vida) tienen así ascendencia sobre cómo esa aptitud va delineando formas diferentes a la hora de escribir.


Es aquí donde resulta necesario dedicarle un párrafo a la destreza. Aquella que le permite encontrar las palabras justas, las que cumplen con el fin propuesto, las  alineadas de tal manera que dicen exactamente lo que  pretende; las palabras que, como un juego laberíntico, están ubicadas en el sitio propicio para seguir andando el camino.


No menos importante es el estilo. Ese recurso estilístico que el escritor, a conciencia o no, imprime en sus textos y de algún modo lo caracterizan. En relación a este último concepto creo que quien reúne todas las características señaladas en los párrafos precedentes, no está limitado a un único estilo sino en condiciones de asumir distintos. El estilo irá variando, modificándose o adaptándose al texto que  va produciendo.


 Y entonces… la musa inspiradora, ¿dónde está? ¿En la divinidad o en la mente del ser humano?


 En el alma. Yo creo que en el alma de cada hombre que escribe, que tiene algo que decir, que desea proclamarse.


¡Busquémosla allí!


Olga Starzak