“Con la cabeza entre mis rodillas y los pies entumecidos de frío advertí que estaba amaneciendo. El callejón se percibía aún más sombrío. No había nadie. Supuse que el lugar nocturno los mantenía tan atrapados como a mí esa estrecha calle. Intenté levantarme y seguir. Una fuerza interior me lo impedía” (°)
En verdad, no quería moverme, deseaba hundirme allí mismo, desaparecer para todos, que se olvidaran de mí. Seguramente, estarán compadeciéndome. ¡Tanto que me advirtieron y yo empecinada no quise oír! Me negué a aceptar lo que para todos estaba muy claro.
Ahora, que vuelvo a recordar cómo lo conocí y cómo fuimos intimando, me doy cuenta de que él sólo estaba pasando un buen rato y que en ningún momento pensó seriamente en dejar a su familia. Para ser sincera conmigo misma, Arturo no prometió nada, fui yo la que pensé que lo haría. ¡Cómo no hacerlo si me había enamorado! Claro que él disfrutaba de nuestros encuentros, reía y se veía muy alegre; pero nunca se quejó ni dijo media palabra de su esposa y ¿por qué creí que podía ser más importante que ella? ¿Por qué me enceguecí hasta tal punto? ¡Si no es la primera vez que me enamoro!
Sin duda, que cuando se dio cuenta de que la relación se iba poniendo más seria, vio la necesidad de cortarla o ¿será que fue surgiendo algún sentimiento por mí y temió enfrentarlo? ¡Oh, qué ilusa que soy! Aún pienso que pudo quererme un poquito. Arturo empezó a eludirme y a poner pretextos para no verme. Yo creía que estaba muy ocupado, como decía, que pronto reanudaríamos nuestra relación con mayor entusiasmo, hasta que ocurrió lo de hoy o más bien lo de ayer.
Él, como dueño y gerente de la empresa, nos había asegurado los recursos para la investigación de mi grupo y cuando estaba segura de que así lo anunciaría a todos, en la reunión anual de socios y empleados, nos enteramos de que había enviado una carta abierta, que fue leída en voz alta. En ella comunicaba, sin mayores explicaciones, la imposibilidad del financiamiento y la conclusión de toda relación de trabajo y cooperación con nuestro grupo. La noticia fue un balde de agua fría para todos y en especial para mis compañeros. No sólo nos quedábamos sin ingresos para los próximos dos años, también suponía la ruptura definitiva conmigo. Sentí todas las miradas sobre mí, deseé que la tierra me tragara; por supuesto, todo era culpa mía, tambaleé un poco, me así de la mesa, agarré mi vaso y lo vacié hasta la última gota.
Nadie se atrevió a hablar, hasta mis compañeros enmudecieron y salieron del local, sin siquiera hablarme. Ellos, sobre todo, me habían advertido de la inconveniencia de mi relación con el jefe. Pero yo no quise escucharlos, estaba ciega de amor.
¿Por qué tuvo que hacerlo de esta forma? Si me lo hubiera dicho habría entendido, hubiera aceptado su determinación ¿Lo habría hecho? Por supuesto, él percibió, mejor que yo, que no sería una ruptura fácil y tomó esta decisión. Los últimos días yo había estado reclamando su ausencia y silencio, cuando no tenía ningún derecho para hacerlo.
Cuando salí del local bamboleándome, después de haber tomado unos tragos más, nadie me detuvo, sólo me alargaron la cartera y el abrigo que estaba dejando en la silla. Ya en la calle caminé y caminé, sin rumbo, durante varias horas hasta que llegué a ese desconocido, sucio y oscuro callejón.
Ya aplacada mi angustia, después de llorar y llorar, sentí brotar mi orgullo herido, hice un esfuerzo y me puse de pie; estaba amaneciendo y podía sentir los primeros rayos del sol en mi helada cara. Ya es un nuevo día –pensé- y seguí caminando hacia la salida.
(*) de Callejón de Salida, Olga Starzak, En el Umbral de los Encuentros, cuentos -