MIS CUENTOS

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Callejón sin salida



Esa noche acudí a la fiesta del décimo aniversario de egresada sin pensar en que la encontraría; alguna extraña razón la había borrado de mi mente habituada a negar situaciones y vivencias. No  bien  ingresé,  la vi. Me pareció que los años habían sido ingratos con ella y repasé,  por un momento, épocas en que  concluíamos la escuela secundaria. Me armé de coraje y la saludé con la misma espontaneidad empleada con el resto de mis compañeras. Y la olvidé.
Había pasado menos de una hora cuando ella se unió al grupo en el que yo estaba; visiblemente molesta y desinhibida no ahorró palabras para comentar entre los presentes –como algo anecdótico- el secreto  que nos había unido en aquella oportunidad. Creí que iba a desmayarme. Se atenuó mi malestar al observar que mis compañeras comenzaban a reírse, seguras  de que se trataba de una broma de pésimo gusto. Inquieta ante tal actitud continuó con las explicaciones. Esta vez las risas se apagaron y  dieron lugar a un prolongado   silencio.

No sé en qué momento abandoné el salón. En un principio me pareció que el sol de la mañana no tardaría en llegar. Al mirar el reloj comprobé con desagrado que no eran aún las tres de la madrugada. Escuché, a medida que me alejaba, voces difusas que pronunciaban mi nombre.  Me resultaban familiares. Sin embargo  no podía precisar de quienes eran. Las ignoré por completo, convencida de que trataban de retenerme. Inútil para cualquiera que se jactara de conocerme.
Una  brisa demasiado fresca  intentó despejar mi mente. Sólo consiguió potenciar el efecto del alcohol consumido. Embriagada por unas pocas copas de champagne en mi cuerpo desacostumbrado, sentí un leve vahído y mis piernas flojas. No fueron razones suficientes para detenerme.  Traté, con esfuerzo, de aclarar mis ideas, comprender los motivos que llevaron a aquella mujer a agredirme de manera innecesaria... a despojarme públicamente de mis fuerzas,  dejando al descubierto mis más íntimas debilidades. Evoqué la tarde cruel que marcó mi vida. Había sido un episodio tan amargo como doloroso, una sensación desconocida,  la comprobación de un sentimiento que acudía sin llamarlo, la culpa desmedida, vergüenza por ser... Desde entonces me había propuesto olvidarlo.
Sentí una profunda resignación.  Enterré para siempre mis deseos. Mis impulsos reprimidos dieron lugar a una vida dedicada a la naturaleza y  mi cuerpo de mujer fingió su condición. Como podía, sobrevivía. Las inquietudes se acallaban con sobrecarga de actividades,  y la respuesta a los interrogantes de los otros sobre mi soltería se limitaba a:  “tal vez algún día...”, “aún no ha llegado el momento...”, “no sé qué le pasa a los hombres”.
Recuerdo haber caminado sin rumbo. No sé cuándo comencé a hacerlo por aquel oscuro callejón que siempre se había constituido para mí en un lugar peligroso, por lo tétrico de su estructura y la miseria de los hombres que lo frecuentaban. Vale destacar que en él asomaba, a media cuadra, arriba de  una puerta vieja, estrecha y despintada, un cartel incitando al goce  por sólo unos pocos pesos. Apresuré mis pasos tratando de alejarme; a duras penas lo conseguí. Cuando pude,  me senté en el escalón de la puerta de una casa vieja y tan lúgubre como el burdel. La escasa luz de la noche y del lugar me mantenían poco visible y por primera vez en años lloré sin consuelo.
 A mi memoria acudieron los primeros indicios de mi condición y con ellos las muñecas de mi niñez. Mi madrastra se empecinaba en comprármelas no queriendo entender mi desapego por ellas,  y yo las dejaba tiradas en cuanto rincón encontraba. No era que me molestaran, simplemente no me interesaban. Era juzgada  por este acto. A veces simulaba jugar con ellas  para satisfacer las inquietudes de los otros, ya consciente de que se esperaba de mí una atracción al entretenimiento preferido por todas las niñas del barrio. De mi barrio y de   todos los barrios.
Como en una  película aparecían imágenes de mi primera juventud: el desconcierto, la desdicha permanente, la autodiscrimación..... Para entonces, el episodio comentado por mi antigua amiga  había acontecido y con él, la inexorable transformación de mi ser.

Había concluido mis estudios universitarios y mi profesión de ingeniera agrónoma me situaba en un ambiente donde los hombres eran mayoría; entre ellos yo me movía con absoluta normalidad. Allí no se esperaba de mí escotes ni vestidos cortos. El trabajo nos obligaba a usar vestimenta cómoda,  limitada a unos cuantos buzos y pantalones de algodón. Seguramente me consideraban una tipa rara, en especial las mujeres, pero estaban lejos de imaginar la inclinación que me esmeraba en tapar con excesiva profesionalidad. Me gustaba lo que hacía y ello me mantenía alejada de situaciones que podían constituirse en riesgosas para quien, como yo, había decidido esconder sus preferencias sexuales.

Como si fuera hoy me parece escuchar, aquella mañana de enero, a  un grupo de colegas conversando, sin disimulo, sobre mis características peculiares:
- ¿Habrá tenido novio alguna vez? -preguntaba alguien.
- ¿Sabrá lo que es un hombre? -acotaba otra.
- A mí no me joden, es trola -aseveraban.
Seguí mi camino tratando de ignorarlas. Rogué que se olvidaran de mí y en aquella oportunidad,  reuniendo todas mis licencias pendientes, emprendí un viaje a Las Canarias con el objeto de aislarme de la realidad.
A mi regreso, casi dos meses después, me pareció que ya no se hablaba del tema. Beneficiada por las circunstancias de un trabajo en conjunto referido a la inseminación de ovinos, podían verme -con frecuencia- con uno de mis colegas, un hombre bastante maduro y solterón. No faltó quien comentara que algo pasaba entre nosotros. No me preocupaba en evitarlo. Tampoco tenía energías para sustentar esas presunciones. Simplemente me ayudaban.


Con la cabeza entre mis rodillas y los pies entumecidos de frío advertí que estaba amaneciendo. El callejón se percibía aún más sombrío. No había nadie. Supuse que  el lugar nocturno los mantenía tan atrapados como a mí  esa estrecha calle. Intenté levantarme y seguir. Una fuerza interior me lo impedía.

Alguien acababa de decidir mi futuro. Todos los intentos por mantener en silencio lo que a mis oídos resonaba como un grito desesperado, acababan de esfumarse. Esa mujer había  destruido mi vida en mil pedazos y estaba lejos mi posibilidad de reconstruirla. La odié como también había odiado a otras. Las que en ocasiones,  y sin saberlo jamás, habían despertado en mí  sensaciones dormidas, me enfrentaban a la soledad que había elegido...
Sin embargo había podido sobrevivir. Ya no luchaba conmigo misma. Creía que ya no.
Los rostros desconcertados de mis ex compañeras, sorprendidos, asqueados... se apropiaron de mis pensamientos. Entre ellos,  tal como un fantasma,  apareció el de mi padre: su semblante sufrido, su postura sumisa, desazón en su actitud... invalidada su alma. Rondándolo siempre una mujer que jamás supo ser mi madre, su mano siempre levantada en un gesto de poderío, inflexible. Sus razones no merecían discusión y sus decisiones eran inobjetables. A ella la odiaba profundamente; por él sentía una enorme pena.
En ese momento comprendí. Vi lo que jamás me había permitido presumir. El nuevo sentimiento me impactó. Mi confusión traía aún más imágenes de este hombre sometido, incapaz de hacer prevalecer sus ideas, sus criterios... Lo aborrecí con intenso dolor.

Entre mis sollozos oí unas voces; no me animé a levantar la mirada. Sentí miedo de ser descubierta allí,  en ese estado deplorable. La noche comenzaba a alejarse. Un hombre se me acercó, con él un par de mujeres; me rodearon, hicieron preguntas... querían saber qué me pasaba. Una de ellas se sentó a mi lado. Con tono suave y amable me ofreció su ayuda. Sin querer rozó con su  mano una de mis piernas. Me estremecí y con mis brazos envolviéndolas,  traté de protegerme.
 Los demás siguieron su camino, se alejaron... y comprobé que muy cerca de ellos el callejón se terminaba  dando lugar a una amplia calle. La ciudad comenzaba a iluminarse con los primeros rayos del sol.

Quedamos solas. La mujer desconocida y yo. Me invitó un trago; me negué a aceptar aún siendo consciente de cuánto lo necesitaba. Mi boca estaba seca, mis manos temblaban, el corazón se aceleraba con fuerza. Apoyó su mano sobre la mía y en un gesto que percibí  generoso aunque interesado, me  ayudó a levantarme.
 Murmuró unas palabras. Sus pasos volvían hacia el burdel. La seguí.





La Carta

Cuando llegué ya habían retirado el cadáver. El comisario me preguntó el nombre y qué relación tenía con la víctima.
- Soy Alejandro Ibarra; éramos amigos.
- ¿Cómo dijo que se llama?
Mientras reiteraba mi nombre, el policía sacó un sobre de un pequeño maletín.
- Me temo que es para usted; estaba en la mesa de luz de la mujer.
Distinguí la prolija letra de Camila.
Me estremecí al leer mi nombre; un subrayado completaba la escritura. Dudé un momento.  No me parecía oportuno abrirlo delante del hombre aunque –quizás- fuera lo que él estaba esperando. Lo doblé  con manos temblorosas y lo guardé en el bolsillo interno de mi campera.
Esperé su reacción. Con un gesto contemplativo, agregó:
- Si puede ayudarnos en algo, se lo agradeceremos. De todos modos no hay dudas de que fue un suicidio, una sobredosis de psicofármacos. Lo confirman las cinco tabletas vacías caídas en el piso. Estuvo sola las últimas horas y no hay signos de violencia. Según el médico forense la muerte fue rápida –explicó.
- ¿Dejó alguna otra carta? –pregunté. Tiene una hermana que vive en el interior. Los padres fallecieron hace unos años en un accidente automovilístico.
- No; la que acabo de entregarle es todo lo que encontramos. Fuimos los primeros en entrar al departamento. Una vecina se comunicó con la seccional sospechando  algo por los insistentes ladridos de su perro.
- Sí, lo sé. También me avisó a mí –aclaré.

El guardia estaba acompañado de un oficial. Durante todo el tiempo  sentí sus ojos acusadores posados sobre los míos. No dijo ni una palabra,  sin embargo asumía una actitud de mucha desconfianza.
El sobre comenzaba a quemarme el pecho. Debía abrirlo pronto, conocer su contenido.
- ¿Puedo retirarme? –pregunté cortésmente mientras le entregaba una de mis tarjetas de identidad.
Aún me costaba entender cómo no había sido impulsado a compartir el tenor de la carta. Desconocía las normas legales,  pero suponía que la misma podía constituirse en un documento importante.
Me alegré de que me dejara ir. Repasé con la mirada el cuarto; me detuve en la cama tantas veces compartida. Se agolparon en mi mente las fuertes discusiones, los constantes reclamos... Recordé su cuerpo cálido apretado al mío suplicándome lealtad y los intentos por hacerle comprender mi situación.
Hacía más de un mes que no nos veíamos. De alguna manera así lo habíamos acordado. Sería mejor para los tres.
No estaba en condiciones aún de retornar a mi casa. Me sentía realmente conmocionado. Mi mujer pronto sospecharía que algo grave había ocurrido.
Me senté en el primer bar que apareció ante mis ojos, busqué un lugar con cierta privacidad y abrí el sobre. Antes imaginé que me responsabilizaría de su decisión. Supuse que me acusaría de inmoral, cobarde... hipócrita. Para mi asombro,   no contenía ningún escrito; sólo una hoja con un  dibujo esbozado en lápiz negro. Era la caricatura de una persona... de una mujer. De mi mujer! Un círculo grotescamente remarcado con fibra roja parecía atravesar su pecho.
 Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Recordé que hacía poco más de doce horas que había dejado a Inés. Esa noche había trabajado en la fábrica como todos los domingos. Abandoné el café. Corrí sin parar en busca de un taxi. El camino se hizo eterno... mi imaginación ilimitada.
Debía tranquilizarme. El dibujo, tal vez, querría significar el inmenso odio que le tenía. Ella estaba segura de que mi esposa era el único obstáculo que le impedía ser feliz.

Antes de llegar a mi casa comencé a escuchar el ruido de la sirena; había una ambulancia en la vereda. Había mucha gente reunida en la calle.
- Rápido, por favor; es allí –le grité al taxista.
Apenas bajé me encontré con mi padre. Su rostro sombrío no podía ocultar la desazón. Reclamó:
-  Hace horas que tratamos de localizarte.
- ¿Qué pasó? ¿Inés? –pregunté desesperado.
- Lo lamento, hijo. Está muerta. Una llamada anónima alertó a la policía. Te están esperando.
- No puede ser! –susurré.
- Te acompaño. En la mesa de luz dejó un sobre para vos.


De "en el Umbral de los Encuentros" - Cuentos --Ediciones del Cedro, Gaiman, Chubut - 2002






El maestro  

Habías nacido en un cuarto de paredes despintadas y poco abrigo en las camas. Te ayudó a descubrir la luz una de esas mujeres del barrio que, más osada que otras, proclamaba su habilidad a cambio de pequeños favores. Fuiste cobijado por el cuerpo tibio de tu madre que, entre sollozos, respiraba con emoción.
-¡Varón! –dijo la mujer-. Se va a poner contento su padre.
Mientras concluían los trabajos posparto y eras lavado en  la única tinaja de la casa, tu madre pensó que serías un gran hombre. Con sólo reunir la hombría de bien de su marido y su propia valentía, tenías bastante para empezar.
Pudiste  haber tenido que abstenerte de ir a la escuela -alguna vez- por falta de zapatillas secas, pero jamás te faltaron demostraciones de amor.
Con el tiempo llegaron tus hermanas. Por tu condición de hijo mayor, continuabas teniendo privilegios,  y unas pocas obligaciones.
Creciste compartiendo tu tiempo entre los juegos en la calle, el cuidado de las más pequeñas de la casa y otras tareas inherentes al hogar,  como  rallar el pan y poner la masa en el horno en el momento justo en que hubiese leudado lo suficiente.
Concurriste a la escuela del barrio y no tardaste en destacarte por las calificaciones y la conducta. La secundaria la hiciste en “El Nacional” de la ciudad y allí, a mediados del segundo año, te encontraste con tu vocación de docente.
Con unos pocos pantalones y camisas cuidadosamente dobladas, algunos enseres personales y muchos libros de lectura, emprendiste el viaje a un pueblito, cuatrocientos kilómetros distante del tuyo, donde comenzarías  a ejercer como maestro.
Besos apretados y abrazos de orgullo sellaron la partida. Acababas de cumplir veinte años y emigrabas en busca de otros horizontes. Tus padres, las chicas ya adolescentes y unos cuantos vecinos te acompañaron a la terminal de ómnibus. Sólo lamentarías la ausencia de las caricias de tu primera novia; te habías propuesto olvidarla  en un intento por no sufrir penas de amor.

El nuevo destino era propicio para amigarse con la soledad, disfrutar de la intensa aunque devastada naturaleza y ocupar la mente desarrollando, cada vez con mayor fervor, tu rol de maestro rural.

No había en aquel paraje más que un destacamento de policía, una oficina de correo, un bar que era la parada obligada de muchos pobladores aledaños, camioneros y otros pasajeros, la proveeduría con escasos alimentos no perecederos,  y más arriba -al costado de la ruta-  la estación de servicio.
La escuela era el lugar más importante. No sólo por su función educativa sino también por el comedor y las habitaciones que albergaban a los alumnos durante todo el ciclo lectivo. Trabajaban allí la cocinera,  que era también la encargada de mantener la limpieza y el orden, el portero a quien se le confiaba el mantenimiento del edificio, y ahora vos que, reemplazando al director trasladado, eras a la vez el responsable y único docente.
Chicos de edades diversas completaban los asientos del aula de la escuelita. Provenían de parajes vecinos y encontraron en tu personalidad  lo que tantas veces habían deseado: comprensión, compañerismo, lealtad; fe en un futuro que se les presentaba incierto por las vicisitudes de una región alejada de oportunidades de progreso.

Elina comenzó a asistir a la escuela una mañana de agosto. Tendría unos catorce años y era la primera vez que concurría a un centro educativo. Llegó envuelta en un suéter de lana rústica, muy rústica, tanto que te daba la impresión que su tejido debía lastimarla. Durante varios días se limitó a contestar las preguntas que  le hacías: si se sentía cómoda, si  extrañaba...
Era de una figura menuda pero sus formas hablaban de la adolescencia. Su cabello era negro y lo llevaba siempre recogido en una cola. La tez morena contrastaba con la luminosidad de los ojos. Los rasgos le otorgaban una atracción particular, quizás debido a sus gestos o a la textura suave de su piel. Era una jovencita introvertida; sin embargo,  pronto se integró al grupo de estudiantes y comenzó a participar con interés de las clases.
Desde el mismo día que Elina llegó  supiste que tu vida se complicaría.
Por las noches, en la soledad del cuarto, mientras preparabas las actividades para el siguiente día, corregías trabajos y elaborabas material didáctico, pensabas con frecuencia en ella. Sin proponértelo te descubrías mirando hacia la nada y la imagen de la muchachita ocupando tu mente. Si hasta te habías percatado de que al ingresar al aula y comprobar su presencia te ponías nervioso, sentías temor de equivocarte o que los demás  se dieran cuenta del cambio que, en tus actitudes, había generado la llegada de la chica.
Sabías que no podías permitirte esos desvelos; mucho menos que se hicieran públicos.
Elina te observaba con admiración. Tenía, ahora,  más confianza y se acercaba a consultarte, a pedirte ayuda o a mostrarte sus avances en los aprendizajes. Cuando esto sucedía tus manos comenzaban a transpirar, tu corazón se aceleraba y hasta podías sentir cómo se ruborizaba tu rostro. Siempre hacías  esfuerzos por disimular la situación y complacías  a la chica en sus inquietudes, demostrándole  orgullo por  sus  adelantos.
Con el resto de los alumnos mantenías, de igual manera, una relación de mucho afecto y respeto. Y disfrutabas  de esta experiencia.

Invariablemente, cuando terminaban las actividades diarias y te recluías a descansar, pensamientos cada vez menos controlados se apropiaban de tu ser. Imaginabas el cuerpo desnudo de Elina, sus cabellos cayendo en la espalda, la firmeza de los pechos, los pezones tersos, la estrechez de la cintura,  los vellos rizados del pubis. Así te quedabas  dormido, empapado en sudor;  y los impulsos sexuales sólo eran menguados después de autosatisfacer tus deseos.

La vida de los chicos transcurría, la mayor parte del tiempo, entre las paredes de la escuela. Después del almuerzo, a la hora del descanso,  se reunían a trabajar en la mesa de la cocina, y más tarde se retiraban a sus cuartos para mantenerlos aseados, lavar sus pertenencias y dedicar un tiempo a la lectura obligada.
En los días en que el buen tiempo lo permitía realizaban las actividades deportivas de rutina en el exterior, en un terreno baldío lindante con la escuela. También en ese lugar se reunían a compartir sueños.
Algunas veces las chicas iban hasta la proveeduría con el fin de cumplir con algún mandado de la cocinera.
Los pocos hombres del lugar, desde la llegada de la nueva habitante, no se preocupaban en disimular la atracción que la joven les provocaba, “desnudándola con la mirada” cada vez que la veían.

Durante el último tiempo Elina dormía sola en la habitación; la chica con quien la compartía había tenido que viajar de urgencia al pueblo por una repentina enfermedad de su padre.

Ese día fuiste el primero en darse cuenta de su ausencia.
A media mañana, en el primer recreo de la jornada, le pediste a una de las alumnas que se acercara al cuarto de Elina para comprobar si se encontraba bien.

El grito desesperado de la compañera vibró en las paredes de bloque de toda la escuela. Con estupor, exigiste a los chicos que mantuvieran la calma y no salieran de la sala. Corriste por el  pasillo que separaba este lugar de la habitación desde donde había provenido el lamento, ahora devenido en llanto. Tropezaste en el camino con el hombre de mantenimiento  y la mujer de la cocina.

Elina, tirada sobre su cama, los cabellos revueltos, el camisón desgarrado, el cuerpo encogido como el feto que en el vientre de su madre adopta una postura protectora, emitía gemidos casi imperceptibles. Abrazaba su cuerpo con vehemencia; sus ojos muy abiertos expresaban terror.
Cuando te acercaste hasta su cama, ella cerró los ojos y ya nos los volvió a abrir hasta que, pasada la medianoche,  llegaron sus padres a buscarla. Ellos te admiraban; hasta te contaron cuántas veces ella te nombra en sus cartas.
Elina se sumió en el silencio y fueron vanas las intenciones por conocer al responsable de lo sucedido.

Antes que nada diste aviso a la policía. De inmediato comunicaste a las autoridades escolares del trágico episodio protagonizado por una de tus alumnas. Te urgía conocer al responsable del aberrante hecho; había un dolor en tu alma que iba más allá del dolor por Elina. 

Se interrumpieron las clases por toda la semana; no entendiste porqué. Nada querías más que estar con tus alumnos; vivir con ellos la tristeza que los embargaba. Te prohibieron verlos.
Preguntas y más preguntas. El desconcierto sobrepasaba los límites de tu comprensión.

En un día que se avecina triste por la ausencia de la compañera, se reinician las clases. A primera hora de la mañana un hombre que se presenta como  supervisor, irrumpe en el aula y anuncia a una nueva maestra. Alguien se atreve a preguntar por vos.
Que volviste a tu pueblo, es todo lo que responde.








EL PÉNDULO

La casa es muy antigua; me dicen que una de las más viejas del pueblo. Juego a no pisar las uniones de los tablones de madera del piso del inmenso living;  me gusta el ruido que hacen mis zapatos cuando los golpeo contra él. Abajo es hueco y retumba. En una de las tablas hay una rotura, siempre me agacho acercándome lo suficiente  para mirar  en el entrepiso. No se ve nada. Está muy oscuro. Me imagino que debe haber más de medio metro y  pienso en los bichos que asustados por mis  pasos, correrán escapando del peligro. La madera es dura y muy oscura. Tiene tanta cera que podría escribir  con mi uña. También el techo es de madera; altísimo. El gas de las estufas a velas detiene el polvo suspendido.  Los largos hilos que lo atraviesan se mueven con las corrientes de aire y me impresiona observar su fortaleza;  nunca se cortan. Cuando le pregunto  a   tía  Clara por qué siempre están allí  aprovecha para recordarle  a tía Elisa, su hermana menor,  que hay que conseguir una escalera alta y plumerear. Me alegra comprobar que no son telas de araña. El lugar está iluminado con dos lámparas idénticas de hierro forjado. Si consiguieran la escalera,  podrían aprovechar para limpiarlas; tienen mucha tierra.
 Para entrar a la casa es necesario subir tres o cuatro escalones. La puerta es de doble hoja, la manija  de bronce y el cerrojo  tan grueso que se requiere de mucha fuerza para cerrarla con llave. Sólo lo hacen de noche.
La casa tiene muchas otras habitaciones, todas con olor a humedad. La mayoría no se usan. Las tías entran un par de veces al año para airearlas, nunca cuando yo estoy. Tampoco les gusta que  me meta en sus dormitorios, comunicados entre sí por una puerta interna. No me interesan demasiado. No tienen ventanas, las puertas dan a una galería y están llenos de muebles. Los acolchados de las camas tienen volados y almohadones,  y cuidan de que no se ensucien. Es imposible caminar por esos cuartos sin llevarse por delante alguna cómoda, baúl,  mesa de luz, perchero o   sillón.
Las pocas veces que visito la casa me muevo entre el  living, la cocina, el patio o el baño, ubicado en el fondo de la casa. Siempre llevo mis cuadernos y el manual  para hacer la tarea. Aprovecho para calcar y hacer láminas. Eso me gusta porque la mesa es tan grande que puedo desparramar todos mis útiles sin que nadie me pida un lugar para hacer otra cosa.
En esa misma sala  hay un reloj de madera. Es un recuerdo de familia que viajó con los abuelos cuando vinieron de Europa. Debe tener más de cincuenta años y anda perfectamente. Tiene un largo péndulo y un sonido fuerte avisa el paso de cada hora. Siempre siento el impulso de tocarlo pero está demasiado alto y no me animo.

Ese día mis padres me dejan temprano. No me dicen a donde van. De todos modos  me lo imagino; cuando no me cuentan  seguro de que  se trata de un velorio o visitan a algún familiar enfermo. A esos lugares no me llevan;  dicen que me puedo impresionar y me quedo en la casa de las tías. Ellas son bastante viejas y solteras. Por los cuadros colgados de las paredes se puede ver  que  son iguales a mi abuela cuando se casó.  El abuelo está muy elegante... Muy pocas veces hablan de él. Alguna vez escuché que había muerto en la guerra. No sé por qué pero siempre sospeché que así salvaban su dignidad. Mi padre se parece a él; tienen la frente ancha y los ojos muy claros. Evita mencionarlo... o tal vez no lo recuerde; era muy chico cuando dejó de verlo. Se pone triste cuando alguien lo nombra.

Estoy de vacaciones. En la televisión no pasan nada entretenido. En un canal,  un noticioso y en el otro una película de monjes y curas. En el sillón de terciopelo verde, acomodo una sábana que me dio la tía Clara para no manchar el tapizado y me dispongo a dormir. Ella se fue a su habitación a hacer lo mismo. Me quedo mirando el reloj de madera y decido que es momento de sacarme el gusto; llevo uno de los bancos del comedor hasta la pared donde cuelga el aparato, me subo y con ambas manos tomo el péndulo. Es de bronce; frío, ancho...  y está oscurecido por el paso del tiempo. Tiñe mis manos con un polvo pegajoso. Para mi sorpresa,  cuando lo suelto deja de oscilar. Inesperadamente se detiene y vuelvo, asustado, al sofá. Desde allí observo lo que ocurre después. Las agujas del reloj comienzan a girar, velozmente, en sentido contrario. Calculo que lo hacen cientos de veces. En el momento en que pienso qué hacer para detenerlas, el movimiento cesa y  se posan en las once en punto. Confundido, tardo largos segundos en darme cuenta de que si bien los muebles son los mismos, están ubicados en distinta posición, las paredes están pintadas de otros colores y el piso no tiene tanta cera. Todo es más nuevo y brillante. Falta la sábana debajo de mi cuerpo y estoy vestido con prendas que no reconozco.
Parado junto a la puerta que comunica el salón con el zaguán de la casa veo nítida, la figura de mi abuelo. Lo reconozco por las fotos que cuelgan de la pared. Para corroborarlo las busco... no están. Otros cuadros las suplantan. Estoy inmóvil, sin posibilidades de moverme o gritar. El miedo  va desapareciendo a medida que él, con paso lento, se acerca. Su sonrisa es amplia, sus rasgos delicados, su porte esbelto...
- Adrián –dice, dirigiéndose a mí-. No debes creer lo  que te han dicho.
Tardo otros segundos en darme cuenta de  que me llama por el nombre de mi padre.
- Papá...  –me escucho susurrar sin comprender por qué lo hago.
- Es verdad que estuve en la guerra –continúa. Eras un bebé cuando debí partir. Me destinaron al norte de África. Hubo muchas muertes tan injustas como inocentes. Caí prisionero  y estuve más de tres años en campos de concentración aliados. Me cansé de enviarles cartas;  nunca llegaron. Al finalizar la guerra fui liberado y junto con muchos otros compatriotas, atravesamos el Mediterráneo buscando los puertos más cercanos a nuestros destinos. Cuando llegué a América y retorné al hogar,  tus hermanas eran poco menos que adolescentes y  acababas de cumplir cinco años. Seguros de que había muerto,   ya no me esperaban. El corazón de tu abuela había sido ocupado por otro hombre. Creí conveniente, y así se lo supliqué,   que ustedes no se enteraran de mi regreso.
Lo miro  sin entender lo que está sucediendo. Él no se detiene:
- Descubrí que era tarde para mí en este continente y una mañana, sin previo aviso, emigré a la Italia natal y me aseguré de que nadie me encontrara. Hoy mi alma clama por mi único hijo varón y cometo esta imprudencia. Deberás guardar el secreto.  Si algún día tienes un hijo  quizás te animes a contarle que el abuelo  sacrificó su vida por amor.
-  No te vayas... - le pido. Su figura se aleja sin dejar rastros, mientras el ruido del abrir de la puerta de calle anuncia el regreso de mis padres.
Impulsivamente miro el reloj. Continúa su marcha normal, como si nada hubiese pasado.

Olga Starzak
De "En el umbral de los encuentros". Editorial del cedro, Gaiman, Chubut, 2002




Retrato de familia
 
Mientras imaginaba la escena del cuadro familiar que estaba a punto de retratar, recordé la pregunta de mi mujer apenas le presenté a Victoria. Quería saber por qué ella y yo casi no nos hablábamos. No tenemos nada para decirnos, le dije. La sorprendió mi respuesta. Cómo me vas a decir eso, ¡es tu hermana! Sí, pero nos conocemos muy poco.
Nuestros padres habían vivido desde en su estancia en la provincia de Río Negro desde que se casaron. Cuando tuvimos edad para iniciar la escuela se vieron obligados a separarnos del núcleo familiar. Nos esperaba el mejor nivel educativo: a mí me llevaron a Buenos Aires y me alojaron en un colegio privado -de carácter religioso, sólo para varones- en el centro mismo de la Capital Federal. Dos años más tarde, atendiendo a las súplicas de Victoria que no aceptaba alejarse tanto de ellos, la inscribieron en una escuela de monjas, en Neuquén.
Veía a mi hermana dos o tres veces al año. Al principio la distancia no había sido un obstáculo; éramos aún chicos y en cada reencuentro reiniciábamos los juegos infantiles, pero a medida que los años pasaron nuestras vidas comenzaron a transitar caminos paralelos y  el vínculo se fue debilitando.
Al ingresar a la secundaria me había convertido en un chico extrovertido y adaptado a la vida porteña. Victoria, en cambio,  no dejaba de sufrir la lejanía. Era muy jovencita pero ya parecía tener en claro que sus estudios universitarios  se encaminarían a la  vida en el campo.
En las vacaciones de invierno o verano, cuando nos reuníamos en casa,  me aburría enormemente. Ella pasaba largas horas en el establo con sus caballos, montando su yegua y saliendo a recorrer la tierra  siempre añorada.
Nos sorprendió la adolescencia. Un día nos descubrimos grandes y desconocidos. Nuestros padres aceptaban esta realidad con resignación; de alguna manera sus hijos estaban pagando el costo de una vida sin privaciones, y aunque siempre intuí cuánto les dolía, nunca hablaban del tema.
El verano de 1990 Victoria cumplió dieciséis años. Su cuerpo había tomado formas de mujer, se habían afinado sus rasgos delatando el encanto de los años juveniles; el mismo que ahora luce Atina.
Cuando en la siguiente Semana Santa volvió a casa, estaba embarazada de tres meses.
Mi madre me envió una carta contándome la noticia que tanto la preocupaba. Pese a todos los intentos por conocer quién era el padre del bebé, Victoria se negó a revelarlo, y ese año interrumpió sus estudios para tener a su hija.
En el verano, cuando nos encontramos,  Atina había nacido.
Los pocos vecinos que vieron crecer el vientre de Victoria, sabían de su maternidad;  para todos los demás fue la hija de la madurez de mi madre, quien no se preocupaba en aclarar lo contrario. La chiquita, aún sabiendo la verdad, siempre la llamó “mamá”.
El día que me recibí de profesor de bellas artes se notaba la desilusión en el rostro de mi padre. 
 Él hubiese querido que sea administrador de empresas para que me hiciera cargo de sus cuentas bancarias, de sus inversiones y actividades financieras. Al momento de la entrega del título estaban todos allí,  sentados en la segunda fila del salón de la universidad. Cuando recibí el diploma y bajé las escalinatas en busca del abrazo de los míos, Victoria se adelantó; llevaba a Atina de la mano. Besé a mi hermana y sentí la  necesidad de expresarle cuánto la quería. Acaricié la cabeza de la niña que observaba la escena sin comprender demasiado. Se acercó mi madre y detrás mi padre. Estamos orgullosos de vos, dijo él. Sentí una intensa punzada en el centro mismo del estómago e hice esfuerzos para no vomitar.
Nos reunimos otra vez en la graduación de Victoria. Fui con mi futura esposa que mostraba con orgullo su  embarazo. Mi hermana se había convertido en la ingeniera agrónoma de sus sueños,  y dedicó su título al hombre que poco después sería el esposo. Se radicó en el campo, construyó su hogar cercano al de nuestros padres y así recuperó, en parte,  a Atina. Creo que a la niña no le costó entender que había sido fruto de un amor desavenido.
Cuando nació mi primer hijo sentí que la paternidad era un don preciado. A menudo pensaba en Atina; en esa niña a la que se la había protegido vedándole el derecho de conocer su identidad. Admiraba la valentía de mi hermana, su nobleza. No era más que su propia culpa  y un amor incondicional.
Yo pasaba largas horas en el atelier. Mis pinturas habían tenido –vaya a saber si por talento o por cuestiones del destino- buena acogida en la aristocracia porteña. Los hoteles de renombre estaban decorados con mis cuadros. Exponía en las más importantes galerías del país. Pero había un cuadro que aún no me había animado a pintar. Era aquel cuadro familiar, el que ahora estaba a punto de comenzar.
Nos hallábamos todos en la finca, un nuevo año se avecinaba. Por primera vez en mucho tiempo, a pedido de mi esposa y pensando en los niños y los pocos momentos para compartir a pleno con sus abuelos, acepté las vacaciones allí.
Los días previos a la Nochebuena transcurrieron en un clima ameno. Mi mujer y Victoria se sentaban a menudo en el parque y mantenían extensas conversaciones, los chicos disfrutaban de los mimos de los adultos. El marido de Victoria reproducía la conducta que siempre asumía a nuestra llegada; casi como si le invadiéramos su propiedad, su mundo. O tal vez por otras razones se aislaba en su cuarto y sólo participaba de las reuniones  a la hora del almuerzo y la cena.
Atina desplegaba  dotes de madrecita para los más pequeños; todos ellos la llamaban tía. Fue a raíz de ese detalle, en la cena de la víspera del Año Nuevo,  cuando se suscitó la conversación más desgraciada que jamás imaginé. Se originó por un hecho violento que,  traducido en palabras, comenzó más o menos así:  Adolfo, el esposo de Victoria, le preguntó a mi hijo  por qué llamaba tía a Atina. Ante la mirada perpleja de todos los adultos y la del niño mismo, continuó diciéndole que ya tenía edad suficiente para saber que Atina era hija de Victoria. ¡Entonces es mi prima!, aseguró el pequeño; ¿Cómo no lo sabía? Le respondió que no lo sabía simplemente porque nadie se lo había contado.
 Los demás niños, quizás debido a la edad,  no comprendían muy bien lo que estaba sucediendo. Victoria le pidió a Adolfo que no continuara, que el chico era aún pequeño para entender aquello. No, no creo que lo sea, continuó, y le preguntó a Atina qué opinaba. La jovencita sonrió y le dijo que carecía de importancia; después de todo soy una chica atípica,  tengo dos madres,  agregó con la libertad y espontaneidad con la que suelen asumir estas cosas quienes han vivido en medio del afecto. Mi hijo insistió: ¿quién es entonces el padre de Atina?, ¿por qué no está acá? Victoria se apresuró a contestar: no está acá porque murió. ¿Vos lo conociste?, le preguntó a Atina. La muchacha no contestó e inmediatamente mi mujer le pidió al niño, con energía,  que se callara  la boca.
 Mis padres pidieron un brindis por estar todos juntos.
Después de la medianoche me encerré en el cuarto. Esbocé los contornos en lápiz negro y esperé que en mi mente las imágenes tomaran forma. Fueron  días de intenso trabajo.
En el centro del lienzo, mis padres. Mamá con sus labios  pintados de rojo, como lo hacía sólo para las ocasiones especiales, con un vestido debajo de las rodillas y sin mangas; un collar de perlas  en el cuello y el cabello recogido. Papá con los bigotes recortados con prolijidad, las entradas en las sienes bien delineadas por el fijador que había usado para acomodar su peinado, de traje y corbata; un clavel rojo en la solapa del cuello. A los lados de mis padres,  Victoria y yo. Mi hermana lucía su cabello con rulos, sin haberse ocupado de arreglarlos, consciente de que con su caer espontáneo le daban ese toque campestre del que ella no podía deshacerse;  un pantalón adherido a las piernas dejaba entrever la armonía de aquellos músculos trabajados sobre el caballo. Su brazo se estiraba reposando la mano sobre el hombro de Atina que,  sentada en medio de sus abuelos, sonreía. Los mismos ojos que Victoria, el mismo tono opalino que el de mi piel. El cabello rizado de ambos y la sonrisa que ninguno de los dos tenía. La mirada vivaz, la fuerza de la energía irradiando a través de ella; una pollera acampanada le tapaba las piernas hasta los tobillos;  una blusa de brodery, con múltiples botones mostraban sus pechos ya crecidos, la tersura del escote, la finísima cintura.
 Era idéntica a su madre.
A mi derecha, mi esposa, sobria; y sentados a sus pies, nuestros dos hijos. A la izquierda de Victoria, su marido. El ceño fruncido. En sus brazos, la niña de ambos.
El mío era un rostro entregado a la paz. La paz que irrumpe cuando se mata la culpa.
Con los últimos trazos de la pintura aún fresca, escribí la dedicatoria.
Y salí a caminar sin rumbo.
A cada paso mis pies se hunden en la tierra  del Valle Salado. Subo y bajo los montículos rojizos de esa greda, testimonio de mi historia. La cabeza siempre gacha y la mirada atenta. A menudo detengo el andar. Vuelvo los pasos por los lugares que ya he transitado, una y otra vez. Es uno de esos días en que las piedras destellan convirtiéndose en espejos de los rayos del sol. Me saco la remera, la anudó en cuatro puntas como cuando joven, y me cubro la cabeza. Ahora el calor lastima mi espalda. Descanso primero en una de las colinas, bebo de la cantimplora, seco con la mano el sudor de la frente y evoco el pasado.
 Con esfuerzo me levanto y reinicio la marcha, desandando el camino. Trazo el mismo sendero hasta encontrar  el preciso lugar   que entonces fuera testigo de aquella locura. 
Llega la noche.  Acomodo mi cuerpo en el borde de un alto cañadón, y me dejo caer hacia  el sueño eterno.
Hace unas horas me animé a entrar al atelier que mi hermano armó aquí, en esta casa tan querida. A no ser por la dedicatoria, no hubiese quemado jamás el lienzo donde produjo su obra maestra. Porque es en realidad la prueba de su talento y a la vez de su inquebrantable pasión artística. Primero pensé en borronear esas palabras escritas a fuego en el borde inferior  de su obra.
Me abruman los recuerdos. Era una tarde tibia de diciembre; no hacía una semana que habíamos arribado a la casa desde nuestros lugares de estudio. Esa noche, a diferencia de tantas otras, nos quedamos hasta la madrugada conversando en ese living que utilizó para retratarnos. Varias veces nos miramos a los ojos,  y los desviamos. Nos contamos  proyectos. En algún momento tomó mi mano; me avergonzó sentirla temblar. Habló, con pasión, de su deseo de ingresar cuanto antes a la facultad. Quería ser artista, quería adornar la ciudad con esculturas,  dejar su nombre  en la historia del arte. Yo le sonreía, no quería otra cosa que saber de arbustos y tierras fértiles, de frutos cosechados por mis manos, esas mismas manos con sed por acariciar la tierra y verla prosperar. Nos reímos ambos; hasta comentamos que algo en la genética estaba equivocado, que nuestras vocaciones se habían trastocado. Cuando nos fuimos a acostar no logré cerrar los ojos. La luz prendida de su cuarto me indicó que él tampoco.
Nos encontramos a las seis de la mañana en la galería. Mamá se nos acercó y nos expresó su alegría por tenernos en casa. Al unísono le dijimos que también estábamos felices. Creo que a los dos nos sorprendió esa respuesta.
Llegamos al mediodía; tiramos una manta en el medio del valle y después de descansar, de cara al sol, deslumbrados por el paisaje que teníamos sólo para nosotros, comimos algo de lo que llevábamos y tomamos algunas cervezas que conservábamos frescas en el refrigerador portátil. No sé cómo empezó. Recuerdo haber sentido el roce de su muslo contra el mío.
 Después nos mantuvimos muy cerca uno del otro, sin siquiera mirarnos. Todavía se sentía el ritmo de nuestros corazones  y el ardor de las pieles negándose a cesar.
Nos prometimos olvidar.
Después Atina.
El pacto de silencio.
El acuerdo eterno, hasta hoy.
Hasta hoy..., cuando la culpa lo traicionó y escribió en esa tela que ya terminó de arder: “a Atina, tu padre”. 
Olga Starzak
De "El lenguaje del silencio" - Editorial Vinciguerra - Buenos Aires, 2007  
AGUAS TURBIAS
 
Con destino incierto dirijo mi andar hacia la zona rural; camino lento pero sin tregua, empañada mi mente de culpas tan recientes como irremediables.
No sé cuánto tiempo después me sorprendo parada en el Puente Hendre, sobre el río Chubut. El abrupto deshielo de las intensas nevadas de toda la región  me hacen desconocer esta riada, a veces salvaje pero siempre previsible, de mi pueblo. Las riberas se confunden con la tierra  que poco antes resplandecía esperando la llegada de la primavera. Sauces, álamos y otros árboles están, ahora, debajo de las aguas. Las chacras próximas a la población sufren en tierra propia la agresión de la napa freática; las quintas  que sus dueños han elegido para morar, en un intento por alejarse del bullicio urbano, están cubiertas de  líquidos enlodados.
Mi ser, igualmente corrompido, se hace eco de esta situación.
Mi madre, nacida en un paraje vecino,  recorría todos los días el largo y estrecho sendero  que la llevaba a la  escuela, a orillas del río, apenas cruzada la pasarela. Sólo las vicisitudes climáticas o algún estado de enfermedad justificaban la falta. El colegio primario que aún hoy, después de sesenta años funciona allí, era el único en el lugar. Mi abuela me contaba, siendo yo aún una niña, cómo cada uno de sus hijos llevaba una especie  de mochila de hule realizada por ella misma; allí guardaban todos los útiles escolares: el cuaderno prolijamente forrado con hojas de diario, el manual, el tintero involcable, la funda para la lapicera de pluma, un abrigo y las botas de agua;  las niñas incluían el bastidor para bordar.
Ella se complacía en narrarme anécdotas de aquella época y aún cuando el desborde del río alguna vez sucedía, nunca había llegado a ser tan devastador como este. El crecimiento poblacional de toda la localidad era, en gran parte, causante de esta inundación.
De alguna manera me alegro de que la abuela no pueda ser testigo de tanta desdicha.
El puente ha tenido un singular significado en la vida de mi madre; quizás por esa razón hoy, desolada,  estoy  sobre las gruesas y resecas vigas de madera que permiten sólo el paso de las personas y vehículos livianos. La estructura sigue siendo firme, aunque  el paso del tiempo la muestra herrumbrada y descolorida. Me apoyo sobre sus viejas barandas con cierto temor y dejo caer mi mirada en las aguas imponentes del río, más ancho que nunca... amenazante, sombrío como todo el paisaje que lo rodea. Desesperanzado como mi propia existencia.
 Detengo mis ojos en la escuela. Evoco a mi madre, a sus hermanos y a  todos los hombres que han pasado por allí. Es posible que sus experiencias hayan tenido  mucho que ver en sus formas de pensar, de ser y sentir.
Unos obreros, muy cerca del edificio,  cavan pozos profundos que pronto se inundan; tratan, desenfrenadamente,  de colocar bombas que devuelvan el agua a su sitio, de donde jamás debiera haberse esparcido.
Me siento sobre un costado del deteriorado puente.
Desabrocho el botón de mi jardinero y saco del bolsillo la carta que horas antes encontré mientras buscaba unos documentos. Conozco  su contenido; sin embargo, comienzo a releerla:
“Es difícil que entiendas mi decisión...” , empieza escribiendo mi madre.
 Va dirigida a mi padre. Y continúa:
“Ya conversé con el médico y acordamos en hacerlo la próxima semana. Me preguntó si estabas de acuerdo y le contesté que sí. Consideré  vano explicarle que hacía más de dos meses que no te veía y  no estabas  enterado del embarazo, menos aún decirle que la situación económica te había obligado a radicarte en el norte del país y que esto había sido  sólo un descuido”.
 En otro párrafo de la carta anticipa:
“Estoy segura de  que me condenarás  por este atrevimiento... Ustedes, los hombres, no entienden. Me paso todo el día  cuidando de los niños, cocinándoles, lavando sus ropas, acompañándolos a la escuela. Me siento muy... muy agotada y no deseo tener uno más. Decididamente no lo quiero.  Creo que  será una determinación acertada, para vos, para mí... para los niños. Sólo espero tener las fuerzas necesarias para hacerlo. No será nada fácil”.
Mientras sigo leyendo, una y otra vez miro la fecha en la que ha sido redactada esta nota. Las estampillas corroboran que fue enviada al destinatario. No necesito más elementos  para comprender que mi madre está refiriéndose a mí. Conociéndola,  es fácil imaginar las razones por las que no ha concretado los hechos.
 La admiro  y la amo más que nunca. Entiendo, ahora, las excesivas manifestaciones de afecto recibidas en mi niñez, tal vez como consecuencia de sus culpas;  las diferencias percibidas en el trato con mis hermanos convirtiéndome siempre en la niña mimada. Y el amor desmedido y preferencial que mi padre demostraba hacía su hija más pequeña.
Siento un profundo agradecimiento.
Mis lágrimas dejan manchas en las amarillentas hojas,  corriendo la tinta de las palabras que ya no quiero volver a repasar.
Absorta, todavía, por  el descubrimiento, observo a mi alrededor a mucha gente. Van y vienen haciendo crujir al puente con su andar; contemplan anonadados las viejas construcciones de los alrededores. Pronto comenzarán a derrumbarse, el terreno cederá y las paredes empezarán a partirse.
Intuyo que mi futuro compartirá este designio.
Ajenos a la tragedia, un grupo de jóvenes en bicicleta recorre el lugar; se divierten, cantan, ríen. Una pareja, en un vehículo estacionado, delibera visiblemente preocupada.
Escucho a lugareños conversando sobre la caída de árboles frutales, los perjuicios venideros y   la posibilidad de construir tajamares que eviten la entrada de agua a determinados predios. Pensamientos de pérdida, congoja e incertidumbre se mezclan con los propios.
Para ellos existirá, quizás,  una nueva oportunidad.
Conmocionada,  llevo ambas manos a mi vientre vacío, vilmente despojado de vida, y siento enormes deseos de gritar. 
Olga Starzak
De "En el umbral de los encuentros", Editorial del Cedro, Gaiman, Chubut, 2002 -  
  
El silencio de Clara   Hacía sólo unos pocos minutos que había llegado a la ciudad. Bajó los ojos y permaneció así por mucho tiempo. Si alguien observaba a esa mujer podría decir que sólo el cuerpo permanecía en esa silla del café, que sus pensamientos se habían desatado de los límites impuestos por la naturaleza y se elevaban a un plano donde nadie pudiera juzgarla.
Donde ella no pudiera juzgar el silencio que había decidido asumir.
Había viajado a aquel lugar despojado de rastros humanos con el  propósito de cumplir con una misión laboral. Su profesión de topógrafa y la investigación en curso la habían comprometido a resolver personalmente un tema limítrofe; un asunto que trazaría en los mapas las fronteras entre dos parajes, en este sur argentino habitado por algunos animales y muy pocos hombres y mujeres de campo. Hombres y mujeres  que allí habían nacido y –vaya a saber por qué razones- morirían en las mismas moradas. Se aferraban a ellas aunque permanecieran atravesadas por del duro frío del invierno,  o les fuera imprescindible tenderse en sus lechos para reservar las energías que el cuerpo gastaba en las míseras siestas de calor y tierra seca.
Estaba acostumbrada a la aridez de aquellos rostros, al lenguaje sin palabras; al caldo sin verduras o al tazón de leche aguada,  ofrendas con las que los habitantes de Gastre homenajeaban a sus visitantes. Más de una vez había dormido en sus camas, entre sábanas con olor a humo y una lámpara que  le daba la luz necesaria para anotar datos, dibujar esbozos o apuntar el producto de sus mediciones.
Esta vez Clara se alojó en la casa de Martina, la maestra. Llegó en su  vehículo después de atravesar el pedregoso sendero que la adentraba a lo más íntimo de la provincia.
Se ubicó con sus pertenencias en una de las aulas. Debido al invierno eran tiempos de poco alumnado. Había estado allí otras veces; la maestra conversaba muy poco. En esta oportunidad parecía que sus silencios eran aún más prolongados.
Ante su curiosidad por saber si le gustaba su trabajo y por qué había elegido aquel lugar para ejercer, la mujer se había mostrado un tanto esquiva. No lo elegí yo, lo eligió la necesidad, le había dicho; y puso fin a la charla.
Es sabido que el ahorro de palabras caracteriza a la mayoría de los habitantes de las zonas rurales; Martina parecía haberse mimetizado con las costumbres de esa comarca.  Las presencias urbanas estaban lejos de alegrarla. Quizá sintiera invadido ese espacio tan suyo, donde las únicas compañías tenían entre siete y catorce años. Y ahora, para sorpresa de Clara, la de un hijo; el hijo que evidentemente criaba sola. Quizás producto de un amor frustrado, quizás de una noche de intensa soledad. Quizás.
Le intrigaba la actitud de la maestra. Sus ojos evitaban la mirada del interlocutor, al menos que este fuera un niño; la rigidez de su entrecejo y  la mueca de sus labios  la hacían aparentar más edad de la que tenía.
De lo que nadie podía dudar era del amor que Martina sentía hacia los chicos.
Se acostó vestida. El viento azotaba con impertinencia y los signos en el cielo anticipaban la continuidad de la tormenta; pensó que tampoco al día siguiente podría seguir con las actividades que se había visto obligada a interrumpir.
A la medianoche un hilo de agua comenzó a filtrarse por el techo. Dio  vueltas en la cama hasta que decidió levantarse; buscó en la oscuridad una vela y la encendió, colocó el balde que esa misma tarde había dejado sobre un pupitre, debajo de la grieta,  y  se acurrucó entre las sábanas todavía calientes. Muy poco después, cuando el repiquetear del goteo se hizo insoportable tiró un trapo adentro del recipiente,  pero todo fue inútil, la había ganado el insomnio. Entonces prendió la lámpara de noche y optó por la lectura. Pronto se desconcentró: la opacidad de la luz le anticipó que el combustible estaba a punto de consumirse. Sin fijarse en la página que acaba de leer, cerró con ímpetu el libro que sostenía y se levantó con el propósito de buscar kerosén. Pisó sobre el agua;  se mojaron sus medias. Maldijo en silencio y en ese momento escuchó una voz proveniente de la sala contigua. Era la de Martina que, imperativa, le pedía silencio a alguien.
-¡Shhhh! Hable despacio, por favor, no estoy sola y usted lo sabe.
-Entonces señora, hágamela corta, ¿quiere?
-Don Gervasio, ya le expliqué...
-No es lo pactado señora. Necesito el dinero; de no ser así nunca hubiera cometido yo semejante imprudencia. Usted no sabe lo que son las tripas retorciéndose de vacías, no sabe lo que son las noches sin dormir con la garganta pidiendo por un tazón de  leche.
-Yo no los obligué a nada; usted hizo el ofrecimiento...
-Usted accedió; es también culpable.
-¡Cállese! Ya no hay nada más de qué hablar. Con el aguinaldo le completaré el pago de la última cuota. Y después no quiero verlo nunca más por aquí. También eso acordamos, ¿lo recuerda? A fin de año, apenas me vaya de Gastre, para ustedes,  Gervasio,  habré muerto. ¿Comprende?
-...
-Le pregunté si comprende.
-Sí, señora. ¿Cuándo va a devolvernos el anillo con la virgen?, es un recuerdo de familia.
-Tiene razón, lo olvidé. El próximo mes; ahora ¡váyase!
-Me estoy yendo, señora.
Las palabras del hombre parecían arrastrarse como orugas bajo el sol.
Ya conocía a Gervasio,  ese paisano de gesto educado y andar cansino por las tranqueras atando alambres, arreando las pocas ovejas que la nieve dejaba ver, acarreando las muertas. También conocía  a Gertudris y su prole de niñitos de todas las edades brincando por los alrededores de la choza que habitaban, en lo más bajo de la meseta. Sabía de la estrechez económica que obligaba a esa mujer a lavar y planchar la ropa de los estancieros de la zona. Había visto el hambre habitando en los rostros de sus hijos, los mocos siempre cayendo como velas y sus mejillas dañadas por el frío, enrojecidas hasta sangrar. Era imposible, con sus precarios e infrecuentes trabajos,  alimentar tantas bocas, a las que cada año se sumaba una más. No comprendían la necesidad de no traer más hijos al mundo, o quizás no tuviesen dinero siquiera para las más elementales prevenciones. En sus impulsos de hombre no cabía la posibilidad de abstenerse  y Gertudris no era  mujer de oponerse a los requerimientos de su esposo.
-¿Me pareció o estuvo anoche Don Gervasio?
-Sí, siempre recurre a la escuela cuando se queda sin leña. Faltarán aquí muchas cosas pero nunca falta calor. Voy a limpiar las aulas, disculpe. En casi todas entró agua anoche.
Martina habló sin mirarla. Pudo notar cómo temblaban sus manos cuando tomó el palo del  secador de piso;  cómo su mentón latía arrítmicamente. Nunca había visto esa palidez en su rostro.
Aquel día, el primero después del receso escolar de invierno, llegaron sólo cinco o seis alumnos, no obstante escuchó con qué fervor  daba sus clases, con qué silencio era escuchada, con qué respeto era interrumpida.
Siempre la rodeaba el hijo, colgado de su falda, haciendo trazos en la pizarra o jugando sobre las rodillas de alguno de los chicos.
-¿Cómo se llama?
-Julián.
        
Es un pequeño de cachetes regordetes y ojos muy negros. Una mata de cabello cubre su cabeza, las orejas, la frente. En uno de sus deditos luce un anillo de oro, con la imagen de una virgen.
Clara prendió un cigarrillo que no fumó. El filtro emanaba un olor que ella parecía no sentir. Sus manos seguían apoyadas sobre un cuaderno, el mismo que durante los días anteriores le había servido para hacer anotaciones referentes al trabajo. Sobre la mesa del café descansaban también sus anteojos, y un lápiz de punta desprolija.
Pasaría mucho tiempo hasta que la abandonara el rostro de Julián. Un rostro de rasgos conocidos en Gastre.
De "El lenguaje del Silencio" - Editorial Vinciguerra - Buenos Aires, 2007