ANÁLISIS DE TEXTOS LITERARIOS

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“Los galgos, los galgos” de Sara Gallardo


Alguien, alguna vez, me regaló un ejemplar de “Los galgos, los galgos”, la obra  más lograda de la escritora argentina Sara Gallardo. Una  novela que encierra en sí misma pura poesía, humor, pasión, ternura, ansias de poder y unas cuantas emociones más que, aunque parezcan no corresponderse en su esencia, son parte de la vida, y consagran a la autora revelando su intenso talento y su madurez literaria. No había leído nada de ella, hasta entonces,   y sentí la necesidad -antes de emprender la lectura del libro en cuestión- de conocer algo acerca de sus orígenes,  motivaciones,  producciones, de su vida toda.
Así supe que, signada por una descendencia que la ubicaba en una clase social privilegiada (su tatarabuelo fue el general Mitre y su abuelo, el naturalista Ángel Gallardo), Sara había accedido a la lectura desde muy pequeña. Su narrativa, atravesada por sus propias experiencias de vida, sólo fue reconocida por la crítica literaria en los últimos tiempos;  entendí que su condición de mujer había tenido mucho que ver con esto último. Me admiró comprobar que -desafiando esa condición- trabajó como columnista para revistas de renombre. Su voluntad de traspasar los límites impuestos por la sociedad de los años cincuenta y apostar a una escritura que para la época era sorprendente y deliberada, la ubicó en un sitio “respetable”. Escribir más allá que para un público lector femenino, adoptar en sus novelas la voz del narrador masculino, superar las temáticas que convocaban a la mujer… fueron las razones que la diferenciaron.
Con el tesón de las pocas mujeres que entonces han podido transgredir las normas impuestas por una sociedad injustamente machista, Sara Gallardo supo de divorcios y tuvo la necesidad de trabajar para atender la responsabilidad de ser madre de tres hijos.
Obnubilada por la vida que le había sido permitido gozar gracias a un padre dispuesto y transgresor, internalizó e hizo del campo de su familia su confín más amado, donde pudo identificarse con su propia historia de ascendientes gloriosos, dispuestos a no dejar flanquear sus fuerzas en pos de los ideales construidos.
Así, con estos pocos pero significativos conocimientos, emprendí la  lectura de “Los galgos…”.  Pero recién entonces comprendí cuánto su autora sabía de campos y bañados, de la tierra fértil y la belleza del cielo en los espacios campestres,  de peones y largos caminos, y especialmente de la compañía y lealtad de los perros. De la presencia de los galgos en una tierra de pocos hombres y muchas necesidades. Y así, ambientada en el campo, con un lenguaje criollo, entre la tierra y el cielo, la autora crea a Julián, su narrador; un muchacho que hereda un campo y, a partir de allí, se producen un sinfín de desventuras. Lo primero que aparece es la decisión de ese hombre de mudarse al sitio legado como una forma de desafiarse en la vida, pero también en el amor. Un amor del que huirá como huye –después- del campo, cuando las circunstancias lo enfrentan a la realidad, y Julián debe decidir entre el trabajo como productor o la comodidad, entre el amor prohibido o la responsabilidad de una pareja.
Irrumpe en París, vive una vida que lo marea y a la vez le produce el vacío de los afectos, de la tierra suya, de los galgos amados: compañeros inseparables, sensibles, inteligentes y leales… mucho más allá de las actitudes de su amo.
Más tarde, el regreso. Julián y su frustrada vocación de ser poseedor de un establecimiento rural; Julián y el recuerdo de Lisa, la amante que trató de comprenderlo… Y los galgos, siempre los galgos, protagonistas inestimables de esta historia de desventuras y pasiones.
Los invito a que la lean, si desean disfrutar de muy buena literatura.

Olga Starzak

Canta la hierba de Doris Lessing
          Mary Turner, la protagonista que Doris Lessing crea para Canta la hierba  tiene la virtud (en realidad un mérito de la autora, claro) de hacernos sentir desde las más sutiles hasta las más esperpénticas emociones que irán atravesando su vida. Una niñez signada por la violencia, una búsqueda de la felicidad en sus años juveniles conseguida a través de los espacios de amistad y  laborales; y más tarde, ya en la madurez, su eterna desdicha cuando, movida por presiones socio-culturales, decide contraer matrimonio con el hombre al que jamás amará. Las frustraciones de las que es objeto se potenciarán al verse impedida, una y otra vez, de obtener una estabilidad que le permita superar la situación económica que la somete. En este último sentido quizás Doris Lessing rememore su propia historia, poniendo en el alma de su personaje aquel incesante llamado que sus propios padres fueron tentados a escuchar, cuando emigraron a una antigua colonia inglesa que prometía fortuna a través del cultivo del tabaco, del maíz u otros cereales.
     Derribada y con una intensa necesidad de cambiar su suerte, desde el lugar en que la vida la desafió, surcada tal vez por las experiencias de su niñez, revela sentimientos de indiferencia y rechazo, de brusca y ligera empatía con su marido y todo lo que él representa. Descarga con urgencia y pasión desmedida todo su rencor y odio en los nativos que son parte de su comunidad realizando el trabajo forzoso de los campos, y cumplen con resignada servidumbre con  sus amos.
     Acontecen así los días de Mary hasta que Moses, el boy que otrora fuera educado en las misiones, irrumpe en su vida haciéndola trastabillar en sus sentimientos sobre los negros, una raza a la que aborrecía tanto como llegó a temer. Y allí la historia la enfrentará a un final que la autora despliega -como en toda la novela- con destreza y elegancia, con simpleza y dinamismo. Con el lenguaje de una cruda realidad.
     Doris Lessing salpica su primera novela Canta la Hierba publicada en el año 1950, con otros vivos retratos de su propia vida: la pasión por la discriminación racial que descubrió prontamente (antes de su primera juventud), el ferviente deseo de ver prosperar la tierra a la que dedicaba largas horas de contemplación y disfrute de la naturaleza, el rígido carácter de sus padres que se revela en Charles, el esposo de la protagonista de la obra que nos convoca.
       Doris May Tayler (nacida en Kermanshah, Persia, actualmente Irán, el 22 de octubre de 1919), ganó el Premio Nobel de Literatura en 2007. Premio que dio origen a múltiples controversias, y que no es mi objeto analizar aquí. Sí recordar que fue otorgado por la «capacidad para transmitir la épica de la experiencia femenina y narrar la división de la civilización con escepticismo, pasión y fuerza visionaria».
     Al menos eso es lo que queda de manifiesto en Canta la hierba Olga Starzak
  MORTAL Y ROSA DE FRANCISCO UMBRAL
Recuerdo que cuando comencé a leer “Mortal y rosa”  me costó reconocer que estaba ante el mismo autor de aquel libro del amor y del viagra. El mismo hombre que asegura que la mejor droga es la imaginación y después acepta haber recurrido a barbitúricos, al alcohol, a las anfetaminas; el que en “Mortal...” dice que la verdad es la mejor medicina pero luego manifiesta necesitar una pastilla para escribir, otra para vivir, otra para dormir...  No lo juzgo, le han pasado demasiadas cosas... ¡Ha perdido un hijo!
Apenas inicié la lectura de esta obra sentí la necesidad de ir apuntando  frases, recursos, imágenes.
Francisco “Paco” Umbral escribe este libro en un momento tristísimo de su vida. Y no pude dejar  de leerlo como madre, de imaginar la impertinencia de los hospitales, el olor acre metido hasta en las paredes, el rictus repetido en el rostro de los que esperan... Una vez más creo que es en las circunstancias más dolorosas  cuando los escritores despliegan todo su talento (aunque Umbral diga que el talento se construye) sacando de sí la parte más bella pero también la más morbosa, la más inhumana pero también la más sensible.
Más que de una novela, cuando hablamos de “Mortal y rosa” debiéramos hablar de un monólogo lírico brillante, de un diario íntimo, de una fuerza catártica. Toda la obra es casi una sucesión de metáforas, innumerables imágenes de las llamadas “visionarias” o “irracionales”. Hasta en algún momento me recordó a Walt Whitman en “Canto a mí mismo”, salvando las épocas en las que ambas obras están escritas y las culturas que los diferencian.
No menos que apesadumbrada por la trama -si se puede decir que haya una trama en este sucesivo canto agonizante a la muerte misma- quedé impresionada por los incontables recursos utilizados para describir/descubrir una misma escena; la recargada pero siempre oportuna adjetivación, un estilo que se mantiene durante casi todo el libro y que sólo cambia sobre el final; la incursión en poemas (a veces alejandrinos, otras sin métrica, con rimas, libres, etc), la vinculación de situaciones materiales y abstractas:  la caída del pelo con la extinción, con la muerte, las manos del hombre y el tacto/contacto con el cuerpo de la mujer, los ojos (la mirada) con la imaginación, el sexo del hombre con un antropoide... También la frecuencia con la que utiliza los conglomerados sonoros que solemos evitamos (por considerarlos cacofónicos), las aliteraciones, los parónimos.
Se nutre constantemente de otras voces (la de Jiménez, Gómez de la Serna, Cela, Quevedo, Unamuno...) pero utilizando su propia voz y con una intertextualidad libre. Sin atarse a las reglas del entrecomillado, sólo cita; lo hace hasta cuando usa una palabra “suelta” pero significativa en su contexto, de otro autor.
Con un estilo soslayado, implícito,  candente, tierno y romántico (aunque –a veces- necesariamente violento) Umbral se refiere siempre, al menos en esta producción, (no voy a referirme aquí a sus “Memorias eróticas) a las situaciones amorosas desde lo nostálgico, desde el dolor de las pérdidas, de los amores lúgubres, en ambientes impetuosos.
Mortal y Rosa es una prosa poética que nos confronta con lo más bello de la literatura: la posibilidad de decir, de elegir las palabras, de ingresar al mundo del lector hasta hacerlo declinar. A tal punto que en el medio de la catástrofe y el dolor, de la impotencia y la muerte a la que el autor  decide recurrir (en vida),  de lo mísero y lo trágico, acepta el poder de la destrucción -de la autodestrucción-  hasta llegar a definirse como “el único cadáver capaz de escribir”.
Creo que la ausencia de fe religiosa lo lleva a aferrarse a las escenas más esperpénticas. Una de las frases que más me angustiaron es aquella en la que, refiriéndose a la silla de ruedas que él mismo utilizaba para llevar a su chiquito enfermo, dice: “...llevo en la silla de ruedas una porción mínima de muerte, un niño que no pesa, una vida que no suena. Quisiera esto para siempre, seguir cruzando puentes, corredores, sonrisas amarillas de enfermos incurables, y que durase nuestro viaje hijo, y tenerte siquiera así..”. “Soldadito rubio que mandaba en el mundo, te perdí para siempre”.
 No puede haber lugar en esta poesía -porque pareciera haberse esfumado  para siempre en la vida de Umbral-  “la magia con aroma a rosas y sonido de violines” –como dijera otro querido poeta.
 La noticia de su partida me apenó, por muchas razones; también por lo que seguramente aún tendría para aportar a los cánones de la Literatura. Pero estoy segura de que el pasado 28 de agosto, el inolvidable Paco Umbral, en el último renglón de su existencia, al fin logró reconciliarse con la muerte. Y quién dice... reencontrarse con su soldadito rubio, y entonces sí recuperar y para siempre la magia con aroma a rosas y sonido de violines .
Olga Starzak 
Cien años de Soledad
Gabriel García Márquez
Hace solo unos años que leí Cien años de soledad. Debo decirlo, a mi criterio la novela de Gabriel García Márquez remite a la esencia y al objetivo mismo de la Literatura: la lengua al servicio de quien hace de ella una obra de arte, la estética al servicio de la creación, y el escritor experto al servicio del lector exigente. La
pregunta que surge después de haber disfrutado de esta novela es si tendremos que resignarnos a la muerte de los Buendía como una forma de conformarnos con la desaparición de los “García Márquez”.
Hago esfuerzos por recordar contemporáneos que hayan escrito una obra de la magnitud de Cien años de soledad y no viene a mi mente ningún nombre. Hablo de obras escritas en nuestra lengua, claro. ¿O es que el arte sólo se aprecia en el ocaso del autor (en el mejor de las circunstancias), o después de su muerte? Esta variable que quizás sea válida en muchos casos no lo ha sido para Gabriel García Márquez porque, ya sabemos, antes de escribirla, sólo con unas cuantas páginas, algunos visionarios de las letras pudieron predecir su futuro.
Ahora bien ¿qué estado mental, de lucidez, intelectualidad, objetividad, imaginación y destreza técnica tiene que tener una persona para escribir una novela de casi cuatrocientas páginas sin dejar librado al azar un sólo párrafo? Cien años de soledad es un ir y venir de sucesos concatenados, de historias paralelas, de conexiones exactas… Y todo eso ocurre en un tiempo que el autor inaugura como tiempo real de los protagonistas, y los hace volver al pasado con la misma espontaneidad que en algún momento dice refiriéndose a Pilar Ternera: “Años antes, cuando cumplió los ciento cuarenta y cinco años…” . ¿Qué estado de desvinculación con sus personajes tuvo que lograr el autor para convertir a Úrsula (personaje que sobrepasa todas las fronteras de la saga), al final de su vida, en un juguete destinado al entretenimiento de los más chiquitos de la casa (¡un juguete propiamente dicho!); y a la hora de su muerte transmutarla en un ser que ocupaba “una cajita apenas más grande que la canastilla donde trajeron a Aureliano”.
Todo está permitido en Cien años…: lo inexistente, lo místico, lo imposible; la magia, lo esotérico, la leyenda; la ternura y la crudeza. Hasta el incesto. Esto último es un eje que va a estar presente, atravesándola, durante todo el desarrollo de la obra, desde las primeras páginas hasta las últimas: Úrsula y José Arcadio, Aureliano y Pilar Ternera (aunque esta última por ser su madre, lo evite), Aureliano José y Amaranta, Rebeca y José Arcadio (hermanos de crianza, aunque no se sangre), y muchos años después otro Aureliano Buendía y Amaranta Úrsula.
En tiempos de guerra García Márquez se permite narrar los hechos desde la pasión de los fanáticos, de la violencia sin límites y la muerte como tema central de toda la novela, tanto que prolonga, desafiándola, la vida de los personajes que elige y la inaugura en Macondo. No se cansa de imaginar y no le teme a lo inverosímil porque toda su obra es un conjunto de circunstancias que hiladas demuestran la profunda coherencia interna del relato. Desde José Arcadio, tendido al pie del castaño víctima de la locura, hasta Aureliano Babilonia, último de la estirpe, en su destino de descifrar los mensajes de la alquimia... Remedios elevándose en cuerpo y alma al cielo, Fernanda entregada a una operación quirúrgica espiritual, José Arcadio enajenado a su regreso de la vida con los gitanos, Melquíades y su resurrección y continuas apariciones, Petra Comes con su poder para fertilizar a los animales, Meme y su condición de boba, Aureliano y su mentira episcopal, Rebeca y su encierro eterno.
Podría seguir enumerando porque cada personaje es “el personaje”.
Y la novela, una obra maestra.
Olga Starzak