El microrrelato: una narración con identidad propia.

{ lunes, 25 de octubre de 2010 }

Como un punto definido en el universo literario surgen ya  en la Edad Media -sin nombres ni conceptualizaciones que aboguen o desvirtúen su existencia- los cuentos cortos, o cortísimos. Una construcción sintáctica que nace por la necesidad de lo conciso, y poco después nos seduce  por su compleción y nos inquieta por su vacuidad. Historias que carentes de medida, enumeración de palabras, frases o formas, responden a un único patrón: el del placer estético. Ese relato de pasión, muerte, condena, dolor o amor...  que ordena unas pocas acciones, menos personajes, un nudo disimulado y un desenlace que, aunque no explícito, se imagina; y envuelve al lector en el sagrado acto de emocionarse con la emoción ajena.
No quiero entrar, al menos no en esta breve referencia a los microrrelatos, en ninguna clasificación.  No importa si se trata de cuentos cortos, breves, brevísimos o minicuentos. Se trata de reconocer en ellos la esbeltez de la palabra, la magia de mostrar en un acto el  espectáculo, la osadía de dejarse llevar hacia lo desconocido, el desafío de descifrar lo no dicho, la virtud de elegir de qué modo hacerlo...
Ya  escribieron microrrelatos, en el siglo pasado, Ramón Gómez de Serna en España, Kafka en Alemania,  Huidobro en América... (hay quienes sostienen que lo son también las parábolas de Jesús). Sería una falta de consideración no mencionar a Monterroso, Borges o Cortázar; o no referirme a Anderson Imbert, a Shua, o Brasca...  Hay muchísimos y destacados  precursores y seguidores en el gran abanico que conforma esta innovación en el mundo de las letras.
 ¿Qué escritor -o quien intente serlo- no ensayó alguna vez con el cuento breve o la mini ficción? O no lo cautivó esa estructura acotada que se sucede con la fuerza descomunal del rayo, se desarrolla en la fugacidad y se  agota en el éxtasis?
¿Quién no se desafió, valiéndose solo de una intención, muchas veces de la agudeza, a veces de la parodia, en ocasiones de la ironía... a condensar en unas pocas líneas, la vida toda?
En lo personal creo que el microrrelato es a la prosa lo que el haiku es a la poesía. Su título cobra relevancia como en ningún otro género, y  la mayoría de las veces forma parte del contenido. Dice lo que puede y calla lo que quiere. Se vale tanto de la reflexión, del aforismo, la observación de la realidad, la imagen literaria o el  intertexto... No tiene límites imaginativos, no cae preso de ninguna temática. Y aunque  juega a definir su extensión (que es en el arte definir lo indefinible), el poema oriental tiene en su dimensión concreta, una norma que lo caracteriza. Pero ambos se valen de la brevedad para expresarse.
Ahora me pregunto, ¿hay acaso formas para que, recurriendo a las palabras, los hombres puedan manifestar sus infinitas emociones? Es entonces cuando es indispensable rendirle culto a las palabras en su multiplicidad de opciones, en su diversidad de géneros; y elegir siempre aquella con la que nos sintamos más identificados. Sin olvidar que, a veces, un silencio también cuenta una historia.
Pero eso es otro tema.

Olga Starzak

SUEÑOS BLANCOS, Carmen Larraburu, participante del taller

{ viernes, 15 de octubre de 2010 }

Me preparo para salir con  6  camellos blancos. Los observo  pastando en el jardín de Lila.  El día es espléndido. Los  camellos me miran con sus desorbitados ojos y no dejan de jadearme  en la cara. Me causa gracia y ternura.
Uno a uno los acaricio; ellos  se agachan,  de esta manera nos permiten  subir a su altísimo lomo.
En un instante forcejeo con el moisés, me cuesta introducirlo entre las jorobas del animal. Con dos cuerdas que van y vienen por la panza aseguro el viaje de la beba.  Desde el amanecer, ella continúa dormida
Otra de  mis hijas  no deja de tirarme de la pollera insistentemente.  Teme que la dejemos. Subo a Andrea y con un beso muy ruidoso me despido de ella.  La   coloco a caballito del animal.  Se queda tranquila mirando como ordenamos la salida.
Fernanda,  la hija del medio,  se alegra y juega entre las patas del camello.  En punta de pies,  con sus bracitos en alto,  pide que la suba. Así lo hago. Está  feliz,  saluda  ¡No sé a quién! Se despide ¡No sé de qué!  
Mi amiga Maria Isabel  está preparando los bolsos para acomodarlos en el camello más petiso de la manada. El color beige  del pelo  denota su extrema vejez. Sus largas pestañas blanquean  la luz del lugar,  así como el sol ilumina a la galaxia.
Los animales ya cargados con todas nosotras beben agua y se comen las últimas hojas de los ruibarbos. Los labios superiores divididos y movibles de estos mamíferos degluten las flores amarillas y verdes de las  plantas.
Uno de ellos, con una mueca horrible en la boca, da un escupitajo,   ahuyenta  a los sapos de la laguna. A la huida de los mismos miro  con placer como ondea el agua.
Nuevamente declinan su largo cuello para continuar con su alimentación. Nos  miramos con María Isabel y  sentimos  vértigo.  Seguimos aferradas a la joroba. Nos bambolean sus toscos  movimientos. Ellos  continúan con su pasividad, rumiando.
Olfatean el manantial de Huidoro. Pareciera que vamos a salir,   dan la media vuelta y escucho una voz llamándome. Es Lila.
—Elisa, Elisa…a las  niñas no les queda leche  para la tarde...
Desde lejos le respondo.
—Bueno Lila, voy a conseguirles. ¿Me cuidás a las nenas?
—¡Síííí!  —muy alegre responde ella.
Invito a Maria Isabel a que me acompañe. Comenzamos  tranquilas a  caminar  por las calles del pueblo.
Apenas avanzamos me  doy cuenta de que nos falta fluidez para  caminar. La noche es muy oscura, sin estrellas y sin luna. Me doy vuelta y veo que el patio de entrada de la casa de Lila  está envuelto en una iluminación increíble. Puedo  reconocer hasta el mínimo detalle de cada silueta. Pienso  ¿Qué extraño?
Llegamos con la leche al lugar. Los camellos y mis hijas no se encuentran  en el patio  de Lila.
Con desesperación comienzo  a andar el camino desandado, el mismo que habíamos utilizado para ir a comprar la leche. Se nos suma un conocido,   Juan Pedro,  dueño de un boliche llamado “El Americano”.   Recién había despachado a sus últimos clientes. El Señor  andaba de ronda.
Llegamos a la Comisaría y nos atendió un señor peinado de costado,  el pelo castaño claro, con una gruesa cicatriz en el pómulo izquierdo.  Nos recibe, muy sonriente, en su despacho.
Llegado  hace unos días al pueblo,  se presenta y nos dice que es el  nuevo  comisario.
Le comentamos lo ocurrido, y el señor muy amable, se acerca y   me abraza 
—Señora, sus hijas se encuentran muy bien y la están  esperando en casa. Vaya,  allí están.
Sin consuelo le respondo
—No puede ser señor. ¿Cómo van a llegar hasta allí? Si la noche es muy oscura y hasta cuesta caminar por las  calles y veredas desdibujadas.
Continúo con el diálogo
—Los camellos no están y mis hijas son muy chicas para darse cuenta de lo que tienen que hacer, temo lo peor señor, no volverlas a ver.  
El comisario  insistió varias veces, repitiendo la misma frase. Era tanta su seguridad que pensé que querría deshacerse de nosotros
Retomo el camino con mis amigos, a duras penas pudimos llegar hasta la puerta de mi casa. Introduzco  la llave en la cerradura ¡Vaya sorpresa! A toda música, color, brillos, sonrisas, alegrías, el moisés y la beba se encuentran  en el medio de la cocina, las otras dos hijas juegan  alegremente con el comisario del pueblo. El señor Cendra.
—¿No le dije, señora? ¡Sus hijas están  en resguardo…!









La última noche, de Marcela Redondo Moreno, participante del taller

{ viernes, 1 de octubre de 2010 }



“Cuando acabé de leer ese artículo por primera vez, dije para mis adentros: esta es la historia más horrible que he leído en la vida”.  Era de madrugada, hacía dos días que una gran tormenta no cesaba y yo sola en casa… ¡Maldición! Sería una larga noche.

Es que algo no encajaba. Cómo podría ser posible que si hacía casi ya un año que vivía en este departamento, no había encontrado esa nota antes. Sería entonces una sucesión de coincidencias.
 Probablemente había limpiado esa mesita unas doscientas veces, pero hoy con el punzante dolor que indujo la astilla en mi dedo gordo, no pude evitar darle un golpe que provocó la ruptura de uno de sus cajones, dejando al descubierto este macabro mensaje que había sido ocultado con precisión entre las dos gavetas principales.
Quizás debería llamar a la policía…

Haber leído las últimas palabras de esta persona, a segundos de su muerte, erizó todos los vellos de mi nuca. Me conmovía pensar en esa desesperada tarea de escribir lo primero que se les cruzara por la mente, antes de terminar con sus vidas.
El mensaje era poco legible y la hoja estaba en pésimas condiciones, se notaba que un mar de lágrimas había caído sobre la misma.

La densa tensión que se había creado en mi living fue salvajemente cortada por un imponente trueno. Con la torpeza que caracteriza al terror, corrí al teléfono para llamar a la policía pero… un frío sudor se deslizó por mi  frente al percatarme de que las líneas estaban cortadas. Presa del pánico caminé hacia la ventana para observar la tormenta que se acrecentaba ante mí.

Dediqué mi atención otra vez a la carta empapada entre mis húmedas manos.  La estiré con delicadeza y noté que la letra era todavía más borrosa, sólo algunas palabras eran legibles; miedo, final, dolor, muerte, y siempre te voy a amar Rebeca…
Finalmente me di cuenta de que esta carta tenía un destinatario y que posiblemente había sido escondida para que éste la encontrara.

No sé cuánto tiempo estuve sentada en el sofá, poseída por una gran cantidad de pensamientos y teorías que me llevaban a raras conclusiones de lo que podría haber ocurrido. ¿Por qué Sofía no había tratado de huir antes de que su madre la matara? ¿Se sentiría culpable por algo y creería que era justo? Quizás Rebeca, ahora sentada al lado de su abuela, no sospechaba que estaba junto a la asesina de su mamá.

La tenue luz del amanecer inundó mi sala y yo desperté del estado en el que estaba sumergida. La tormenta había cesado para dejar lugar a una fresca mañana.
Abrí las ventanas e inspiré con amargura y dolor la gentil brisa de ese nuevo día.

Sólo había algo que podría hacer. Descolgué el teléfono y percibí que otra vez tenía tono. Llamé a la inmobiliaria pidiendo información de la anterior inquilina, pero una impasible voz  me explicó que era confidencial.  Logré convencerla al comentarle que tenía algo que le pertenecía a Sofía. Al fin me concedió los datos, pero sin dejar de advertirme que tal vez no la encontraría, pues no habían recibido el departamento de parte de ella, sino de su preocupada madre indicando que su hija se había marchado en un viaje de negocios y que no regresaría en un buen tiempo.

¡Qué astuta fue esta mujer! Había llevado a cabo su plan sin que nadie sospechara. Debería llamar a  la policía; tenían que intervenir, ¿qué iba a poder hacer yo sola frente a una asesina?
Me sentía un poco más animada ocupándome de  que esta joven tuviera por fin justicia.
 Volví al teléfono pero esta vez me encontré con una voz más clara e imponente
—Policía, buenos días.
—Hola, necesito hablar con algún detective, encontré evidencias de un asesinato.
—Dígame su nombre y dirección, por favor.
—Belén Torres, y vivo en la calle 5 al 2100 —Sentí como si mi pecho se inflara, quizás por los nervios o el orgullo que esto ameritaba. 
—Muy bien, en aproximadamente una hora, dos detectives se acercarán a su domicilio.

Una hora, ideal para una ducha; estaba toda transpirada después de la agitada noche que había vivido. Y sin duda, me esperaba un largo día.

Limpié parte del espejo todavía empañado y observe mis ojeras, estaban muy pronunciadas.  Mientras las ocultaba con corrector, alguien llamó a la puerta. ¡Demonios!  Ya habían llegado. Me apresuré a vestirme gritando que no tardaría en atender.
 Corrí a la puerta y  miré con cierta dificultad por el visor: una señora que parecía tener una canasta, tal vez era esa nueva vecina que se había mudado.
Abrí espontáneamente y entendí que había sido un grave error.

(*) Paul Auster, en La noche del Oráculo